De qué va este portal

DE QUÉ VA ESTE PORTAL
Va de narrativa webever, sí.
Aunque, por lo pronto,
narrativa escrita
por el personaje principal
(narrador protagonista),
que aún no se asoma en estos textos.
De allí, aquello de "Relatos
del fugitivo".

viernes, 31 de octubre de 2014

Relatos del fugitivo: TOMÁS



Sobreviviente a la purga de la hoguera, su único retrato es una litografía conservada en la sede madrileña del Departamento de Acervo Documental de la Biblioteca Nacional de España. El icono preserva las facciones de un hombre que el fisonomista alemán Relith Pölzl interpreta, textualmente: “frente amplia cuya frontera de cejas perfectamente distanciadas e inexpresivas marca un contraste con el ceño fruncido en sendas profundas, respondiendo al carácter de intransigencia ensimismada; orejas pequeñas y simétricas, desproporcionadas con respecto al área cefálea, trazan líneas mandibulares de huesos firmes que se proyectan hacia el mentón rectangular, concitando elementos de aversión a heterodoxias; labios pequeños de comisuras desacostumbradas a la sonrisa se inclinan a la parquedad; tabique nasal prominente y rectilíneo concluye en un armonioso ensanchamiento, dada la estructura ósea del cráneo con pómulos incipientes, evidenciando tendencias al temperamento tormentoso; la adiposidad presente en la papada oculta un cuello previsiblemente grueso y de musculatura fuerte, signando acciones enérgicas”.

Su infancia son recuerdos castellanos de Valladolid donde Tomás se aficiona a la pirotecnia, alarmando a sus mayores. Ya su mirada alejaba a contendores más altos y avezados. Cazador impaciente, capturaba pequeños animales que viviseccionaba rudimentariamente y sepultaba. Sordo a los lamentos, eternizaba la agonía de pájaros y lagartijas con una dedicación que aburría al resto de niños, quienes optaron por continuar sus escapadas al arroyo o la conquista temeraria de arbustos cada vez más elevados.

Cuando su tío el Cardenal –autor de prosa erudita, especializado en derecho eclesiástico– lo recluyó en el seminario, Tomás se esmeraba en dispensar complicados tormentos rituales a ratas, comadrejas, perros y gatos. Práctica que insistió en cultivar aún como dominico, holgado en sus hábitos monacales y su calva ceremonial recién estrenada que acariciaba a modo de ademán adquirido en la reclusión de su celda.

Surcando la treintena, fue nombrado prior del convento de Santa Cruz. Ahora la fauna segoviana, especialmente la sobrepoblación de liebres, se diezmaba bajo el instrumental tortuoso que, ambidiestro, Tomás se había ingeniado. Atrás quedaron los rústicos punzones de madera y las hebras vegetales que sujetaban a sus víctimas en el descampado vallisoletano. El actual prelado disponía   en   sus   aposentos  de  cubículos  concebidos  para  infligir  dolor  –trasponiendo umbrales que lo maravillaban– a insignificantes criaturas desalmadas.

1482 lo sorprende con la buena nueva de ser nombrado Inquisidor Sumario a cargo de revivir el Santo Oficio, tribunal episcopal fundado en el siglo XII por el Papa Lucio III, al que Gregorio IX le otorga jerarquía de órgano pontificio con jurisdicción irrestricta para enderezar, escarmentar, depurar, penalizar, rescatar, conminar, enmendar a los católicos extraviados de la doctrina de la fe y el propósito de devolverlos a la certeza del redil.

Seis años de cerviz inclinada ante los Reyes que desprecia le valen a Tomás de Torquemada el título vitalicio de Gran Inquisidor responsable del Supremo Consejo Soberano del Santo Oficio, merced a una bula papal que delega funciones ejecutivas en la corona española. Eficaz oficiante, el sobrino del jurisconsulto eclesiástico con quien frecuentemente se le confunde, muerto veinte años atrás, se apresura a consolidar una red de tribunales subalternos en la península ibérica, promulgando un inflexible Código de la Institución Inquisitorial que arremete contra las minorías infieles de musulmanes, judíos y marranos –o sefardíes conversos a los que él mismo pertenece– sin descuidar la vigilancia de conductas heréticas de cualquier cristiano practicante. La abstención es una virtud teologal que adúlteros y sodomitas deben observar. Las 27 ordenanzas originales y sus posteriores compilaciones facultan a los inquisidores a emplear la tortura expedita para salvar las almas desorientadas por la confusión de clamores impíos y, esencialmente, mantener incólume el dogma de la Iglesia”.

Fiel a su apellido, en un lustro, Tomás conduce a la hoguera un promedio de tres mil personas, sujetos experimentales de su ciencia adulterada. El instrumental y equipo que Torquemada no llegó a patentar apenas ha sido mejorado por el desarrollo de conceptos recientes como la antropometría, ergonomía y kinesiología, acelerados por el auge de las industrias automotrices, aeronáuticas y militares. Chinos, japoneses, británicos, norteamericanos, germanos, soviéticos, tercermundistas, palestinos e israelíes sofisticaron el diseño de métodos e implementos, adaptándolos a las especificidades de nuevas materias primas (aleaciones quirúrgicas, polímeros, sustancias farmacéuticas que el siglo XV no proveía). La tecnología logró un refinamiento tangible, pero los conceptos iniciales equiparan a Da Vinci con el curioso dominico castizo.

Iberoamérica no se libra de su influencia, inaugurando sucursales en los Obispados de Lima y Ciudad de México. A los 74 años, el investigador del sufrimiento cede su daga a una legión de monjes tutelares que lo relevarán hasta mediados del siglo XIX, momento en que los procesos inquisitoriales se proscriben urbi et orbi. Resguardada en el Vaticano, una voluminosa Biblioteca de Libros Prohibidos rige las lecturas vedadas desde entonces.

Extremando la cronología, el Papa Pío X, en 1908, instituye una alarmante Congregación del Santo Oficio. Hace sólo cuatro décadas, se le suaviza con el eufemismo  Congregación de la Doctrina de la Fe”, deviniendo en brazo laico ultrarradical orientado al proselitismo de forjadores de opinión e individuos que toman decisiones en sus vecindades, centros de estudio, empresas y asociaciones gremiales. Evangelización para cuerpos de élite con organigrama de círculos concéntricos: a cada puntal le reportan 9 correligionarios.

Todo 16 de septiembre –fecha de su sepelio– generaciones sucesivas de torturadores atemorizados por reconocerse en los ojos del paciente”<, confrontan su inclinación natural a cambiar papeles con la víctima y someterse –voluntariamente– al desgarramiento gozoso de padecimientos semejantes.

El 2020, a seis siglos de su natalicio, la célula fundamentalista de los tomasianos del infinito suplicio pronostica la resurrección de la carne y el juicio final para los herejes. Que, según entiendo, somos mayoría.

martes, 28 de octubre de 2014

Relatos del fugitivo: MINARETE



Lo de Martín siempre ha sido el mínimo esfuerzo. Desde niño entendió que no valía la pena pasar trabajo. Cuando no podía librarse de jugar béisbol en el colegio, escogía su posición de outfield, bien lejos allá en el fondo, rogando que la pelota ni se acercara a sus predios. Así se movía lo menos posible y podía dedicarse entonces a la contemplación pasiva de la realidad, que era, con mucho, su deporte favorito.

—Yo soy un espectador—. Se repetía a sí mismo sin demasiada convicción.

Su máxima aspiración era una vida indolora. Rutinaria e indolora. Sin sorpresas ni sobresaltos. Contemplativa. Feliz en la medida de lo posible. Una vida plácida, en tres palabras. Plácido Domingo. Y plácido lunes, plácido martes, plácido miércoles, plácido jueves, plácido viernes, plácido sábado. No en balde, su disc-jockey radial favorito se llamaba Plácido Garrido, con su habitual dejo cansado ronroneando ante el micrófono de los setecientos diez megahertz, en amplitud modulada, de radio capital, transmitiendo desde Caracas, Venezuela, cuna del libertador.

Los genes pesan, filosofaba Martín, ya que su padre pensaba lo mismo, sin duda, aunque nunca se atrevió a admitirlo en voz alta. Una vida marcada por la rutina del 8 a 12 y 2 a 6; el desayuno, almuerzo y cena servidos puntualmente; la breve y reparadora siesta al vaivén de la mecedora en el balcón; la callada afición al circo ruso; las conversas con la gente del barrio, aderezadas por un marroncito bien oscuro en la panadería de la esquina; la sana costumbre de las loterías, para tentar la suerte y asomarse a la vida desde un lugar privilegiado.

Martín hubiera querido ser locutor radial, engolando la voz y ufanándose de los registros más graves de su garganta. Se imaginaba lo que sería ganarse la vida (cómo odiaba esa expresión, por dios, ganarse la vida) perifoneando tonterías a lo largo de un par de horas al día por la radio. Y la gente escuchando. Y los patrocinantes pagando. Ganando plata a costa suya, pero pagándole a él su tarifa que aumentaría escandalosamente año tras año.

De adolescente, cuando la mayoría de sus compañeros de clase y vecinos de su edad vivían exhalando nubes de humo azulado, Martín se negó a iniciarse en el vicio nicotínico para hacer gala de su espíritu de rebeldía. Por pura vaina de llevar la contraria. Total, demasiada gente lo hacía. Sin embargo, no podía sustraerse al encanto de una tipa bien buena que, además, fumara. Ese era un fetichismo secreto que padecía y disfrutaba en silencio.

Había otros hábitos más sustanciosos y explícitos como tomarse su tiempo para comerse la prensa del día, además de su adicción a la cafeína que funcionaba como su gasolina virtual. Y el summum consistía en armonizar ambas aficiones, sin ser interrumpido por nada ni nadie, leyendo la edición dominical del nacional-universal-diario de caracas, durante horas, apoltronado en el "Gran Café" de Sabana Grande. Sus ojos saltaban de las páginas de los periódicos a Manuel-hoy-día, el diligente mesonero sureño que, sin necesidad de mediar palabras, enseguida le traía un nuevo croissant con queso amarillo, otra agua mineral sin gas, un marrón grande claro humeante y espumoso acompañado por un crujiente pastel de manzana. Gracias a sus dadivosas propinas, el mesonero le servía incluso de eficiente guardaespaldas, manteniendo a raya a los múltiples pedigüeños profesionales que pululan en el bulevar: los niños huelepega; la vieja karateca epiléptica; las gemelas ciegas y sus emblemáticos bastones blancos con los que van abriéndose paso; la viejita de la lata de leche klim; el loco Yony con su guitarra. Ninguno logra acercarse a Martín, quien interrumpe su lectura para admirar, de lejos, la fauna variopinta que se pasea exhibiendo su otredad en esa vitrina maloliente que no discrimina a nadie (Martín fantasea asumiéndose como el protagonista de "El perfume", de Suskind, libro de cabecera junto a sus hermanos menores "La paloma" y "El contrabajo").

Liceísta solitario, Martín apenas se mostraba efusivo a la hora de tratar temas muy concretos que respondieran a intereses específicos: algunas películas, ciertas lecturas de filosofía y psicología, intercambiando precisiones con un par de profesores y casi ningún compañero de estudios. El bajo perfil ya lo definía.

Una de sus prioridades era dormir hasta muy tarde en la mañana y podía darse perfectamente ese lujo ya que todo su bachillerato lo hizo en turno vespertino. Para no violentar su preciosa rutina, en la universidad Martín cursaba Periodismo en horario nocturno, siendo prácticamente uno de los más jóvenes entre treintones y cuarentones emperifollados que salían corriendo del trabajo para poder llegar a clases reventados. Del bachillerato, extrañaba la comodidad de usar uniforme, utilísima imposición académica que le evitaba el bochorno de mostrar lo exiguo de su vestuario.

Estudiar periodismo era una ración de su propia vida. Su texto fundamental era la prensa. Se alimentaba de noticias, chismes, hechos, acontecimientos que se sucedían en todas partes. Avanzaba suave, cómodo, sin tropiezos, moviéndose académicamente como pez en el agua.

Iniciando el tercer semestre, Martín consiguió un trabajo medio tiempo (turnos de cuatro horas, seis días a la semana) como operador telefónico que autorizaba transacciones de las tarjetas de crédito. El cargo le venía al pelo, pues podía seguir estudiando, durmiendo a pierna suelta y encima tenía dinero para pagarse alguno que otro gusto y los requerimientos universitarios que, en el caso de sus estudios, incluían una buena cámara fotográfica, materiales y película.

La fotografía fue todo un descubrimiento. Le permitía lograr una objetivación de la realidad, una abstracción, un distanciamiento. Cámara en mano, Martín se dio a la pausada y placentera tarea de ir haciendo un registro fotográfico ("recopilar una memoria virtual", afirmaba su tesis, "de la ciudad y su gente. Un escenario hostil —y cómplice complaciente a la vez— donde interactúan multiplicidad de protagonistas que contrastan o se mimetizan entre sí, desde el subterráneo bullente de pasos apresurados y sudorosos hasta el rascacielos corporativo que nos invade impertinente, intentando sobreponerse a la omnipresencia del Avila").

Durante los siguientes tres años, Martín jamás se desprendió de "la negra", su proverbial Pentax MZ-10, recorriendo Caracas a pie e inmortalizando su  ciudad. Los viejos caserones de El Paraíso. La extensa avenida Victoria con sus espléndidos balcones asimétricos. Los entrañables edificitos que conformaban perfectos cubos geométricos, antes de ser demolidos, en Valle Abajo. El último chaguaramo aún erecto ("amoroso y altivo", como diría Whitman) de Los Chaguaramos, en plena esquina de la calle Codazzi con la avenida Universitaria. La Concha Acústica de Bello Monte y sus conciertos bajo las estrellas. El sórdido cine Acacias con su público anónimo y jadeante. La majestad ultrajada del edificio Galipán en la avenida Miranda. Los autocines convertidos en destempladas ventas de garaje. El soberbio hotel Humboldt, vía teleférico, dominando la urbe desde lo alto del Avila. El Guaire como triste remedo de una pequeña Venecia delirante. Más que bípedo, Martín oficiaba de "bípode" viviente para su Pentax.

Por otro lado, el fotógrafo resplandecía con la exuberante geografía femenina y apuntaba su objetivo, sin remilgos estéticos, a cuanto desnudo se le pusiera por delante. Sus primeros ensayos fueron con las propias compañeras de clase. Una vez habituado a tanta piel, Martín abarcó desde los culos níveos e impolutos de la estatua de Las Tres Gracias en el Paseo de Los Ilustres hasta las tetas en caída libre sobre las grasientas barrigas de las gordas del Club del Baco: la obesa comecandela, la vulva tragahielo, el ano verdulero que deglute y luego arroja zanahorias o calabacines, según la temporada, a los habitués del tugurio enclavado al final de la Casanova. Así se manifestaba, por degeneración espontánea, la afición circense de su padre, pero con tintes ginecológicos.

Como era de esperarse, Martín recibió su licenciatura en comunicación social retirando el título directamente en la Secretaría Académica de la universidad, sin asistir al ritual del acto de graduación ni verse obligado a vestir toga y birrete. Sus padres, su hermana, su tía Maruchi y la infaltable conserje, doña Ramona, celebraron la ocasión con un brindis apresurado, amortizado con tequeños, en la sala-comedor del destartalado apartamento en el viejo barrio cada vez más sitiado por torres de oficinas y centros comerciales.

Pero el añejo edificio sin estacionamiento ni ascensor que se alzaba más arriba del sauce llorón tenía sus encantos y Martín no estaba dispuesto a renunciar a ellos. Primero: ubicación estratégica en las entrañas de su  ciudad. Segundo: a cincuenta pasos largos del Metro. Tercero: jamás faltaba el agua. Cuarto: edificación de cuarenta y pico de años y por lo tanto regulada con un alquiler de cuatro cifras bajas. ¿Qué más se podía pedir?

Y el ahora periodista Martín que, al igual que su padre, jamás se había ganado nada en la vida, tuvo un ataque de sórdida suerte, cuando al fin se murió el viejito-viudo-sin-hijos-ni-familia-conocida del apartamentico construido ilegalmente en la azotea. Así que, dados los entrañables lazos de amistad que la unían a la familia del 23-A, la conserje heredó "por la gracia divina, como Franco, que dios lo tenga en la gloria" las pertenencias del difunto y traspasó el "pent-house" al único universitario del edificio.

Martín disfruta entonces de su propio minarete sobre su  ciudad. Son 64 metros cuadrados techados que se dividen en tres ambientes: sala-comedor-cocina, un baño enorme con bañera y un dormitorio minúsculo sin closet donde no entra una cama matrimonial. Lo demás es una maravilla: 426 m2 de espacio a cielo abierto con 360º de vista más o menos panorámica.

Fracasado en su intento de eludir el éxito, una editorial alemana compró la exclusividad de publicación y exhibición de las series fotográficas de Martín, "Caracas revisitada" (su tesis de grado) y "Caracas expuesta" (desnudos inéditos en blanco y negro).

Mientras espía y fotografía a sus vecinos con sus lentes telescópicos desde su minarete, Martín encarna su sueño de vivir sin trabajar, dados los generosos royalties que genera su obra. Su título universitario engalana una de las paredes del apartamento de sus padres, un par de pisos más abajo.

Martín y Mónica —una vecinita inocua y desempleada que desde siempre se babea por el martincito— matan el tiempo desayunando cerca del mediodía en el café "Vomero" de La Carlota, yendo al cine casi todas las tardes, hurgando en los estantes de las librerías que sobreviven en la vía del Metro, cenando vitel toné los lunes en el "Presidente" de Los Palos Grandes y jugando "scrabble" hasta el amanecer o hasta que las ganas de hacer el amor resultan inaplazables. Hábitos que han compatibilizado a estos amantes.

Sin mucho afán, a petición expresa de la editorial alemana, Martín, con la ayuda de Mónica, prepara dos nuevos libros-exposiciones itinerantes: "Caracas Cabreada", con rostros hostiles de caraqueños sobrepuestos al Avila y "Voyeur", donde los vecinos circundantes de la azotea son sorprendidos en su intimidad protagonizando actividades insospechadas.

—¿La próxima serie? —pregunta por teléfono un periodista anglosajón en castellano irrepetible—.

—Todavía no lo sé, ya veremos... —evade Martín, reprimiendo un antiguo bostezo—.

sábado, 25 de octubre de 2014

Relatos del fugitivo: SIMULACRO





Las balas surcan el aire dibujando silbidos azules. Se incrustan contra el espejo en una coquetería de alto calibre. Transcurren segundos de un silencio oscuro, casi líquido, que se desparrama sobre nosotros. Otra ráfaga hiere la pared anexa, picándola de viruela. Es la nueva cotidianidad a la que estamos acostumbrándonos desde que nos mudamos. Y no es que vivamos en un mal sitio. En este mismo instante, algo similar acontece en urbanizaciones residenciales, barrios que crecen adheridos al precipicio y hasta en el mismo centro financiero. Reinicio sin entusiasmo el coitus interruptus con Lucía. Eyaculación forzada mía, anorgasmia de ella y el sueño que nos satisface a ambos, anestesiándonos.



Afuera, apenas el sol se enciende, millones de pisadas se repiten. Rostros cabizbajos las persiguen. Me apresuro a cerrar herméticamente las cortinas para volver a la tibieza uterina de mi cama. En ella soy el señor feudal. Rey de la selva. Cama-león camaleónico que sueña, acariciando mis fetiches. Pero pronto el insomnio nos reclama.



Salimos lo indispensable. Por los periódicos y café espresso. Comida y cigarrillos. Para eso nos vinimos de Puerto Ordaz, Mérida, Boconó, Cumaná, San Felipe, Anaco, Barquisimeto, San Carlos, Coro, Valencia, Calabozo, San Cristóbal. Para sumergirnos en el anonimato urbano. Acercándonos cada vez más al “asfalto—infierno” que refería David Alizo. Jamás nos leímos el libro, pero el título nos mataba. Tanto así que esa novela es una de las pocas cosas que nos acompaña en todas las mudanzas. Suerte de no sé qué talismán en nuestras evasiones.



El dinero no es problema. Es el motivo. Lo cargamos en efectivo. Atesorado en mil resquicios del equipaje. Cosido en múltiples forros de la ropa. Adherido a nuestros cuerpos. Gastándolo de a poquito. En discretas cantidades. Siempre en sitios diferentes. Procuramos no repetir lugares ni establecer hábitos. Se busca a una pareja, así que no salimos juntos. Caminamos, si acaso, por aceras opuestas. Manteniendo el contacto visual. Temiendo la aparición del vistoso pañuelo amarillo que guardamos en el bolsillo para alertar catástrofes inminentes. La clandestinidad requiere disciplina. El anonimato demanda extremar la cautela. Seguimos rutas diferentes. Nada de cuentas bancarias u operaciones que nos delaten. No usamos móviles ni artefactos que dejen huella. Yo me afeité la barba y me compré varios pares de anteojos: redondos, cuadrados, de sol, con monturas metálicas o plásticas que me enmascaran. A veces me dejo el bigote y uso gorras deportivas. Lucía se cortó su melena deslumbrante, cambio el turquesa de sus ojos con lentes de contacto, apagó el brillo dorado de su cabello, estropeó su figura con un mal distribuido sobrepeso.



Borramos cualquier característica que nos identifique. Adoptamos acentos y tonos de voz neutros. Jugamos al camuflaje con el entorno, al mimetismo que le ha salvado la vida a tantos insectos, peces y reptiles. Recorremos, en nuestra huída, la escala evolutiva. Lo que más nos ha costado es renunciar a nuestros nombres. Enterrarlos en el olvido y no responder a ellos. Escucharlos nos sobresalta de manera imperceptible. Hoy somos Pedro y Emilia. Mañana, Ana y José. Con los apellidos que más abundan en la guía telefónica.



Usamos una secuencia de palabras y gestos-clave para comunicarnos movimientos raros o presencias inusuales. Estamos atentos a los ritmos y a las rutinas. Manejamos mapas e itinerarios detallados. Habitamos pisos altos, con vista, en edificaciones con variadas vías de acceso. Disponemos de sitios de encuentro públicos, masivos, para emprender nuevas fugas en caso de urgencia.



 Sufrimos pesadillas recurrentes donde nos atrapan con eficiencia. Suscribimos un pacto de no hablar al respecto. La pregunta es cuánto resistiremos. El desgaste es inminente. Nuestros perseguidores, de tan cercanos, son implacables. Nos siguen el rastro. Casi nos huelen. La ambición y el hastío nos llevaron a hacerlo. Fue demasiado fácil. Y con el feriado largo de por medio. Abandonamos todo y a todos. Total, nos teníamos a nosotros y nada que perder, decíamos. Salimos corriendo. Con el mínimo equipaje. Disfrazados de turistas playeros. Con la cava refrigerando el dinero.



Cientos de millones en billetes grandes, verdes, nuevos. Al principio era divertido. Nos sentíamos personajes de película. Justicieros heroicos. Ese tesoro ilegítimo tampoco era de ellos.



No debemos quedarnos quietos. Intentaremos próximamente ciudades-dormitorio. San Antonio de los Altos, Charallave, Guarenas. Viviendo este simulacro plagado de incertidumbre que nos evita, ciertamente, la maldición bíblica del trabajo cotidiano. Ya no podemos disfrutar la playa que frecuentábamos ni ejercer nuestra afición fotográfica. Nos curamos de espantos al quemar miles de negativos, contactos y ampliaciones que eternizaban nuestra imagen. Ahora leemos como náufragos novelas que vamos comprando en librerías a las que nunca volvemos. Textos que vamos desechando para no acumular equipaje.



Aprendes a no atesorar nada. Apenas el efectivo, tú única arma, que te permite acceder a salvoconductos otrora impensables. Es una existencia de negaciones. De renuncias. Un trueque de prioridades. Prioridad es la vida, la salud, la integridad física, dicen en voz alta, tratando de convencerse uno más 1. Porque ahora más que nunca son 2. Dos que cuentan el uno con el otro. El otro que es la única referencia de uno. Las matemáticas de la evasión sostienen que 4 ojos ven más que 2 y 2 miedos mueven más que 1. Y se pertenecen el uno al otro y los dos al dinero que trasladan. Tú eres mi creador, pero yo soy tu amo, escribió Mary Shelley, refiriéndose al monstruo que creó al monstruo.  En este caso, el botín es prisión domiciliaria o exilio voluntario que se carga a cuestas.



Desarrollamos nuevos hobbies que abandonamos en cada traslado. Dejamos de fumar y comenzamos de nuevo, alternando las marcas de nuestros cigarrillos. El sexo tiene sus altibajos. Ayudados por los continuos cambios de aspecto y nombre, descubrimos en nuestra(s) cama(s) un montón de amantes que exploramos, sometemos y conquistamos cuales Rodrigos de Triana o almirantes encoñados con emperatrices. Tierra, gritamos a dúo, en cada nuevo arribo.



Jugamos a ser visitantes de incógnito. Miembros de la rancia alcurnia que se oculta de los paparazzi. Así matamos el tiempo, recreando realidades virtuales, adyacentes, superpuestas, que nos ayudan a escamotear la nuestra.



No nos atrevemos a cruzar ninguna frontera. Sólo proponerlo y la paranoia nos domina. Sustituimos la cafeína por ansiolíticos. 2 mg. 5 mg. Los momentos de placer son esporádicos. La tranquilidad no existe. El pánico flashea. El miedo se ha vuelto camarada. Empapamos el insomnio en alcohol hasta invernar en un estado de coma etílico o duermevela.



Hoy la invisibilidad nos habita. Sin recriminarnos, maldecimos en silencio habernos topado con ese dinero que en vez de liberación ha devenido en condena. Nuestra vida no resultaba tan mala. Era grata, neutra, potable. Sin peligros ni emociones. Implacablemente, había que trabajar para vivir. ¿Sería posible, como si se tratara del teclado de una computadora, activar la función “Undo”, comando “Z”, “Deshacer”?