Las balas surcan el aire
dibujando silbidos azules. Se incrustan contra el espejo en una coquetería de alto
calibre. Transcurren segundos de un silencio oscuro, casi líquido, que se
desparrama sobre nosotros. Otra ráfaga hiere la pared anexa, picándola de
viruela. Es la nueva cotidianidad a la que estamos acostumbrándonos desde que
nos mudamos. Y no es que vivamos en un mal sitio. En este mismo instante, algo
similar acontece en urbanizaciones residenciales, barrios que crecen adheridos
al precipicio y hasta en el mismo centro financiero. Reinicio sin entusiasmo el
coitus interruptus con Lucía. Eyaculación forzada mía, anorgasmia de ella y el
sueño que nos satisface a ambos, anestesiándonos.
Afuera, apenas el sol se enciende,
millones de pisadas se repiten. Rostros cabizbajos las persiguen. Me apresuro a
cerrar herméticamente las cortinas para volver a la tibieza uterina de mi cama.
En ella soy el señor feudal. Rey de la selva. Cama-león camaleónico que sueña,
acariciando mis fetiches. Pero pronto el insomnio nos reclama.
Salimos lo indispensable. Por los
periódicos y café espresso. Comida y cigarrillos. Para eso nos vinimos de
Puerto Ordaz, Mérida, Boconó, Cumaná, San Felipe, Anaco, Barquisimeto, San
Carlos, Coro, Valencia, Calabozo, San Cristóbal. Para sumergirnos en el
anonimato urbano. Acercándonos cada vez más al “asfalto—infierno” que refería
David Alizo. Jamás nos leímos el libro, pero el título nos mataba. Tanto así
que esa novela es una de las pocas cosas que nos acompaña en todas las
mudanzas. Suerte de no sé qué talismán en nuestras evasiones.
El dinero no es problema. Es el motivo.
Lo cargamos en efectivo. Atesorado en mil resquicios del equipaje. Cosido en
múltiples forros de la ropa. Adherido a nuestros cuerpos. Gastándolo de a
poquito. En discretas cantidades. Siempre en sitios diferentes. Procuramos no
repetir lugares ni establecer hábitos. Se busca a una pareja, así que no
salimos juntos. Caminamos, si acaso, por aceras opuestas. Manteniendo el
contacto visual. Temiendo la aparición del vistoso pañuelo amarillo que
guardamos en el bolsillo para alertar catástrofes inminentes. La clandestinidad
requiere disciplina. El anonimato demanda extremar la cautela. Seguimos rutas
diferentes. Nada de cuentas bancarias u operaciones que nos delaten. No usamos
móviles ni artefactos que dejen huella. Yo me afeité la barba y me compré
varios pares de anteojos: redondos, cuadrados, de sol, con monturas metálicas o
plásticas que me enmascaran. A veces me dejo el bigote y uso gorras deportivas.
Lucía se cortó su melena deslumbrante, cambio el turquesa de sus ojos con
lentes de contacto, apagó el brillo dorado de su cabello, estropeó su figura
con un mal distribuido sobrepeso.
Borramos cualquier característica que
nos identifique. Adoptamos acentos y tonos de voz neutros. Jugamos al camuflaje
con el entorno, al mimetismo que le ha salvado la vida a tantos insectos, peces
y reptiles. Recorremos, en nuestra huída, la escala evolutiva. Lo que más nos
ha costado es renunciar a nuestros nombres. Enterrarlos en el olvido y no
responder a ellos. Escucharlos nos sobresalta de manera imperceptible. Hoy
somos Pedro y Emilia. Mañana, Ana y José. Con los apellidos que más abundan en
la guía telefónica.
Usamos una secuencia de palabras y
gestos-clave para comunicarnos movimientos raros o presencias inusuales.
Estamos atentos a los ritmos y a las rutinas. Manejamos mapas e itinerarios
detallados. Habitamos pisos altos, con vista, en edificaciones con variadas
vías de acceso. Disponemos de sitios de encuentro públicos, masivos, para
emprender nuevas fugas en caso de urgencia.
Sufrimos pesadillas recurrentes donde nos
atrapan con eficiencia. Suscribimos un pacto de no hablar al respecto. La
pregunta es cuánto resistiremos. El desgaste es inminente. Nuestros
perseguidores, de tan cercanos, son implacables. Nos siguen el rastro. Casi nos
huelen. La ambición y el hastío nos llevaron a hacerlo. Fue demasiado fácil. Y
con el feriado largo de por medio. Abandonamos todo y a todos. Total, nos
teníamos a nosotros y nada que perder, decíamos. Salimos corriendo. Con el
mínimo equipaje. Disfrazados de turistas playeros. Con la cava refrigerando el
dinero.
Cientos de millones en billetes
grandes, verdes, nuevos. Al principio era divertido. Nos sentíamos personajes
de película. Justicieros heroicos. Ese tesoro ilegítimo tampoco era de ellos.
No debemos quedarnos quietos.
Intentaremos próximamente ciudades-dormitorio. San Antonio de los Altos,
Charallave, Guarenas. Viviendo este simulacro plagado de incertidumbre que nos
evita, ciertamente, la maldición bíblica del trabajo cotidiano. Ya no podemos
disfrutar la playa que frecuentábamos ni ejercer nuestra afición fotográfica.
Nos curamos de espantos al quemar miles de negativos, contactos y ampliaciones
que eternizaban nuestra imagen. Ahora leemos como náufragos novelas que vamos
comprando en librerías a las que nunca volvemos. Textos que vamos desechando
para no acumular equipaje.
Aprendes a no atesorar nada. Apenas el
efectivo, tú única arma, que te permite acceder a salvoconductos otrora
impensables. Es una existencia de negaciones. De renuncias. Un trueque de
prioridades. Prioridad es la vida, la salud, la integridad física, dicen en voz
alta, tratando de convencerse uno más 1. Porque ahora más que nunca son 2. Dos
que cuentan el uno con el otro. El otro que es la única referencia de uno. Las
matemáticas de la evasión sostienen que 4 ojos ven más que 2 y 2 miedos mueven
más que 1. Y se pertenecen el uno al otro y los dos al dinero que trasladan. Tú
eres mi creador, pero yo soy tu amo, escribió Mary Shelley, refiriéndose al
monstruo que creó al monstruo. En este
caso, el botín es prisión domiciliaria o exilio voluntario que se carga a
cuestas.
Desarrollamos nuevos hobbies que
abandonamos en cada traslado. Dejamos de fumar y comenzamos de nuevo,
alternando las marcas de nuestros cigarrillos. El sexo tiene sus altibajos.
Ayudados por los continuos cambios de aspecto y nombre, descubrimos en
nuestra(s) cama(s) un montón de amantes que exploramos, sometemos y
conquistamos cuales Rodrigos de Triana o almirantes encoñados con emperatrices.
Tierra, gritamos a dúo, en cada nuevo arribo.
Jugamos a ser visitantes de incógnito.
Miembros de la rancia alcurnia que se oculta de los paparazzi. Así matamos el
tiempo, recreando realidades virtuales, adyacentes, superpuestas, que nos
ayudan a escamotear la nuestra.
No nos atrevemos a cruzar ninguna
frontera. Sólo proponerlo y la paranoia nos domina. Sustituimos la cafeína por
ansiolíticos. 2 mg. 5 mg. Los momentos de placer son esporádicos. La
tranquilidad no existe. El pánico flashea. El miedo se ha vuelto camarada.
Empapamos el insomnio en alcohol hasta invernar en un estado de coma etílico o
duermevela.
Hoy la invisibilidad nos habita. Sin
recriminarnos, maldecimos en silencio habernos topado con ese dinero que en vez
de liberación ha devenido en condena. Nuestra vida no resultaba tan mala. Era
grata, neutra, potable. Sin peligros ni emociones. Implacablemente, había que
trabajar para vivir. ¿Sería posible, como si se tratara del teclado de una
computadora, activar la función “Undo”, comando “Z”, “Deshacer”?
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