De qué va este portal

DE QUÉ VA ESTE PORTAL
Va de narrativa webever, sí.
Aunque, por lo pronto,
narrativa escrita
por el personaje principal
(narrador protagonista),
que aún no se asoma en estos textos.
De allí, aquello de "Relatos
del fugitivo".

lunes, 3 de noviembre de 2014

Relatos del fugitivo: FRÍO



De haberlo sabido en los 60, los Báez se habrían vuelto obscenamente ricos, vendiendo ciertos fluidos corporales de los varones de la familia. Timothy Leary —gurú de la psicodelia— reporta en su libro que el tan cotizado ácido lisérgico —LSD— era sustituido en aquella época por sangre y orina de paranoicos y esquizofrénicos que el personal de los hospitales psiquiátricos vendía a precio de oro y que los adictos consumían por vía intravenosa. Era un sucedáneo extremo del peyote, los hongos y otras experiencias alucinógenas y de la misma forma que la anandamida —componente activo de la marihuana— aparece diluida en el chocolate, las endorfinas —hormonas que potencian la sensación de bienestar— no han logrado sintetizarse mediante procesos químicos artificiales. Lo más cercano es el mezcal, pero los delirios que genera resultan incontrolables, con el riesgo de sufrir ataques de pánico recurrentes.



Luis Armando está loco y no es una metáfora. Así como otros sufren depresiones y se suicidan a los cincuenta, su demencia obedece a un desarreglo genético: uno o dos cromosomas díscolos que, de generación en (de)generación, hacen cortocircuito azotando con intermitentes descargas su existencia.



Para él es perfectamente normal ver desequilibrarse a la gente. En su familia ocurre todo el tiempo. Primero fue el abuelo Báez alucinando las 24 horas en voz alta. Después su padre, un abogado prominente que abandona su práctica profesional en pleno auge, para dedicarse a destrozar automóviles, confundiendo permanentemente la luz roja con la verde, la derecha con la izquierda, el acelerador con el freno. Menos mal que las finanzas familiares resistieron. Luego su hermano Iván, un walkirio que es la viva imagen del músico Sting, volvía todas las noches fracturado o bañado en sangre, argumentando golpizas de pandillas, caídas por escaleras interminables o asaltos donde invariablemente él era la víctima. Antes de Iván, Diego, el hermano más joven, no resistió la presión del bachillerato bajo el notorio apellido paterno, con semejante historial de sobresaltos y excesos.



Las mujeres de la familia, al parecer, no portan el germen de la insania. La madre, María Mercedes, es un modelo de equidad a toda prueba. La abuela Lucrecia murió de pura vejez, testigo lúcida entre siglos, aprisionada en un cuerpo solidario donde no cabían más arrugas ni achaques. Amaya, la mayor de los Báez, honra un contrato conyugal a dedicación exclusiva, muy bien casada la niña con el más próspero de sus compañeros de clase, a la sazón, excelente atleta y pésimo estudiante. Sus tres hijas hacen gala de una normalidad promedio, convenientemente apartados de sus tíos y abuelo paterno. La señora de Padrón—Chirinos hace ya mucho tiempo que dejó de usar su propio apellido. A conciencia.



—Recuerda que tú eres el peor enemigo de ti mismo.—despide el psiquiatra, en cada una de sus sesiones, a Luis Armando.



En la oficina, Natacha es la única que se atreve a desafiarlo. "El loco", lo mientan todos a sus espaldas. "Yo—yo, el supremo", satiriza Natacha. Y es que sorprende el potencial cáustico que se desprende de la breve anatomía de esta diseñadora gráfica que no renuncia a batallar cada jornada por "dignificar las condiciones y el ambiente de trabajo".



—Coño, pasamos más tiempo aquí adentro que afuera. Mis perros ya ni me reconocen.



—Niña, este tipo es un negrero. La verdad, mejor me hubiera quedado en Cuba. Fidel, por lo menos, es simpático. Pero este rubiecito es soberana mierda por donde lo mires.



—Y lo peor es que se aprovecha de la necesidad ajena. Aquí es salario mínimo para todo el mundo. No puede pagar menos y ponernos a trabajar más porque las leyes no lo dejan.



—Esto es una cárcel femenina. Saca la cuenta: de 16 empleados, 12 somos mujeres.



—¡Ay, somos sus apóstoles!



—Luis Armando quisiera que fuéramos sus magdalenas, porque este tipo es un degenerado.



—Bueno, mira como tiene engañada a la pendeja de su esposa, tan buena gente que se ve, y él montándole cachos con su hermana...



—¿Con la hermana de la señora Claudia?



—Así mismo, con la cuñadita del coño, con la coñadita. ¿Tú no te has fijado como la sinvergüenza esa viene por las tardes y se encierran en la oficina? El señor Luis ordena que no le pasen llamadas y al rato sale ella arreglándose el cabello y con la ropa arrugada.



—Dicen que ella fue novia del loco antes que la señora Claudia. Y ninguna de las dos hermanas es fea. Y la familia hasta tiene plata.



—Mira que acostarse con este loco asqueroso tan desagradable y baboso, que nada más mirarte una siente que te desnuda y te morbosea con esos ojos puyúos. ¡Ay, no, me dan ganas de vomitar, qué asco!



—Oye, volviendo a lo de la cárcel, yo estaba pensando que esto es... ¡un retén, un asilo, un correcional! ¿Te acuerdas de la serie de televisión aquella, Patrulla de Ratas?



—¡Más rata serás tú, mijita!



Durante un instante, mientras se ríen, rompen con la resignación y el miedo imperantes, recobrando sus encantos. Hasta que escuchan esa conocida y odiosa voz aflautada, irritante, cargada de maledicencia contenida, que va ganando en decibeles y sobresaturación de agudos.



—Cuando el gato sale, las ratonas hacen fiesta.—Esta es una de las frases favoritas del léxico empresarial de Luis Armando —Niñas, el recreo terminó hace tiempo. Vamos, pónganse a ganar dinero.



—A ganar dinero para que tú sigas comprándote apartamentos, haciendo negocios sucios y explotándonos.



—¿Qué susurras, Natachita?



—Que nuestro esfuerzo será recompensado, amo, ahorita en diciembre, con las generosas utilidades y bonos con que usted acostumbra obsequiarnos.



—¿Ves? Esa es la actitud, ese es el espíritu, Natacha. Al fin estás creciendo. Al fin estás madurando y haciéndote mujer. Si todas siguen así yo podría considerar repartir el uno por ciento de las ganancias netas de la empresa entre todas ustedes. ¿Ah!



El accionista único de Murales Báez & Asociados se marcha sin esperar respuesta. Sube hacia su oficina en la planta alta desde donde domina todo el galpón con una mirada en derredor.



—¡Gracias, señor Luis, por su infinita misericordia! —lidera Natacha en murmuración eclesiástica.



—¡Bendícelo, señor! —se escucha el coro femenino en tono responsorial.



—Gracias, señor Luis, por su bondad y sabiduría.



—Bendícelo, señor.



—Y líbranos del mal...



—Amén.



—Líbranos, señor, de todos los Luises, pasados, presentes y futuros, como fue en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos...



—Amén.



—Podéis ir en paz...



—¡Demos gracias al reloj!



La cultura corporativa Báez contempla: recesos de diez minutos cada hora para usar el teléfono público del pasillo externo, beber agua e ir al baño; jornada laboral de 44 horas semanales hasta el sábado al mediodía y firmar una carta de renuncia voluntaria, con la fecha en blanco, al momento de ser contratado.



—Todo está a la venta. —presume Luis Armando refiriéndose a los concejales que tiene en nómina secreta para obtener la permisología de las vallas que invaden la ciudad.



—Murales Báez forman parte del paisaje caraqueño. Nuestras vallas son como la Billo's, el hotel Avila, la plaza Altamira, el Sambil, el teleférico, íconos que se imponen y permanecen en la memoria visual del consumidor.



—¡Voy a empapelar el país con mis gigantografías! ¡Voy a inmortalizar mi nombre en la historia publicitaria de Venezuela!



Báez tiene brotes de ingenio que, sazonados por su gélido sentido de los negocios, justifican su bonanza: Luis Art, como firma sus cuadros de gran formato salpicados de tonos rojos, amarillos, verdes y gruesos trazos negros, instaló el sistema de vallas del Metro y se inventó los carteles móviles: larguísimos camiones que recorren lentamente la ciudad, a las horas pico, con publicidad adosada en todas partes. Si una de estas gandolas atropellara a un transeúnte, éste alcanzaría a identificar algún logotipo impreso en la parte inferior del vehículo, antes de sucumbir aplastado. Otro chiste incunable del repertorio de ventas baeziano.



La cubana y Natacha hacen apuestas por ver quién de las dos desarrolla la mayor capacidad de desestabilizar a su patrón. Juegan a la crisis, a la dilación, al divide y vencerás, al no te vas a enterar qué te golpeó. Total, a lo largo de la civilización occidental, Maquiavelo siempre ha tenido antecesores y adeptos consumados. La cubana le agrega pequeñas dosis de diurético y laxante combinados al café negro sin azúcar que Luis Armando toma a borbotones. Natacha lo llama desde el celular al teléfono directo y cuelga en el último segundo, haciéndolo rabiar hasta la espuma. La cubana, mientras limpia, le cambia las cosas de lugar en su escritorio, botándole papeles que lucen importantes. Natacha le anota citas falsas en su agenda y le borra poco a poco los archivos del disco duro. La cubana le saca el aire de sus cauchos y mantiene en el congelador de su casa, cabeza abajo, una foto carnet de Báez cuando todavía no se le caía el cabello.



Su modelo gerencial consiste en presionar a todos —familiares, relacionados, clientes, empleados, proveedores y amigos— hasta que revienten. ¿La metodología? ¡Insultos, chantajes, gritos, vejaciones, amenazas, descalificaciones, hostigamiento! Violencia virtual, ya que la física lo paraliza de miedo. El contacto cuerpo a cuerpo está limitado al sexo, como otra práctica de dominación, para demostrar supremacía. Porque todo el mundo, siempre, quiere joderlo. Sacar ventaja. Aprovecharse. Y él no va a permitirlo, que ya hubo bastante de eso en el colegio. El vigila atento, preparado, en guardia. Siempre listo, como en los scouts de donde lo botaron por agredir a los más pequeños, por su crueldad con los animales y su competitividad extrema, por el manejo de realidades paralelas que nadie más percibía.



Luis Armando se mantiene a la defensiva. Es agotador, pero no hay otra forma. Resulta estresante y se vive al borde, pero hay que imponerse y dominar. Subyugar. Mentir. Falsear. Someter. Avasallar. A todos. Siempre. En tensión constante. En alerta permanente. Sobresaltado. Con taquicardia. Con esa incomodidad que no te deja. Con esa insatisfacción que te acompaña. Con ese zumbido que te aúlla en los oídos. Con la visión que se te ennegrece. Con la cara da animal salvaje que desfigura tus facciones. Con la mandíbula que se te contrae y luego proyectas hacia adelante. Con el dolor de cabeza que te presiona las sienes y te exprime las lágrimas. Con esas ganas de joder a quien se te atraviese por delante. Con esa necesidad que no entiendes de contrariar a la gente. Con ese mal humor que te asalta. Con esa compulsión que te ordena estropearle la vida a cualquiera. Y es que te sientes tan sólo y tan pequeño. Tan vulnerable. Tan desa(r)mado. Tan miserable. Y tienes tanto, pero tanto miedo de terminar como tu abuelo, tus hermanos o tu padre. Temes que ni los medicamentos ni los doctores puedan rescatarte.



—Las mujeres son más fáciles de someter. Están acostumbradas a seguir órdenes. Mejor si no demuestran iniciativa, aunque a veces haga falta. Son un rebaño de cagonas. Les pagas sueldo mínimo, las regañas un día, las descalificas el otro. Les dices que hoy se ven bien bonitas. Les adviertes que no vuelvan a vestirse así mañana. Les regalas una pendejada en diciembre. Les prometes bonos para fin de año. Las felicitas el día de la madre y les das libre el día de la secretaria. Y ellas sonríen y te agradecen y se callan. Menos Ratacha.



Los contados hombres que laboran para Báez son los estrictamente indispensables: el vigilante y los tres obreros que operan las máquinas.



—Este equipo cuesta una bola y no está asegurado, así que cuidado con una vaina. Si lo rompen lo pagan.



Hace tres años, un empleado casi lo mata a golpe limpio. Tuvo que intervenir Goretti, su mano derecha a tiempo completo, quien no tiene a nadie que la espere en casa. Luis alimenta su predisposición policíaca y ella le rinde, al final del día, informes detallados de las ausencias, impuntualidades y devaneos del personal. Un mediodía, la cubana descubrió a la esbirro revisando las pertenencias de los empleados. El dedo índice derecho de la lusitana aún no se recupera de la trampa caza-ratones que Natacha colocó en una de sus gavetas, alertada por el pitazo de su camarada.



Después de las últimas elecciones, con el cambio intempestivo de los miembros de la cámara municipal, fueron desmantelando una a una las vallas ilegales de Murales Báez, alcaldía tras alcaldía, a lo largo de la ciudad. Como un virus, la maldición se propagó por todo el territorio nacional.



Los anunciantes y sus respectivas agencias de publicidad, respaldados por las organizaciones gremiales Fevap y Anda, entablaron demandas por incumplimiento de contrato, con medidas precautelares de prohibición de enajenación de bienes y posible embargo.



Para evadir las acciones legales, en medio de uno de los ataques de ira más escandalosos e incontrolables de su vida, Báez se declara en quiebra y Natacha se lleva su computadora en lugar de sus prestaciones.



Las sofisticadas impresoras, rotuladoras, plastificadoras, pegadoras por ultrasonido y guillotinas industriales de Murales Báez se desvanecen sin dejar rastros. Goretti las custodia en otro galpón subarrendado por Luis Armando.



Natacha diseña páginas web desde su casa, experta ahora en html, dreamweaver, flashpoint y demás hierbas internetianas. Sus perros reposan a su lado con esa espontánea dignidad reconfortante.



La Cubana trabaja de conserje en un suntuoso edificio de Alto Prado. "La jodienda se diluye cuando son muchos los que joden y yo me siento como la dirigente de un comité de barrio allá en La Habana".



Como sobrevivientes de un campo de concentración, el par de amigas no han perdido el contacto. Van al cine semanalmente y se telefonean a diario.



Cuando Natacha se va a Los Roques, Francisca —la cubana— se lleva los perros a su casa. Hölderlin  y Verdi la asumen cual madre tutelar.



La cubana sigue manteniendo en el congelador la foto de Luis Armando. Nunca se sabe. Cabeza abajo.

viernes, 31 de octubre de 2014

Relatos del fugitivo: TOMÁS



Sobreviviente a la purga de la hoguera, su único retrato es una litografía conservada en la sede madrileña del Departamento de Acervo Documental de la Biblioteca Nacional de España. El icono preserva las facciones de un hombre que el fisonomista alemán Relith Pölzl interpreta, textualmente: “frente amplia cuya frontera de cejas perfectamente distanciadas e inexpresivas marca un contraste con el ceño fruncido en sendas profundas, respondiendo al carácter de intransigencia ensimismada; orejas pequeñas y simétricas, desproporcionadas con respecto al área cefálea, trazan líneas mandibulares de huesos firmes que se proyectan hacia el mentón rectangular, concitando elementos de aversión a heterodoxias; labios pequeños de comisuras desacostumbradas a la sonrisa se inclinan a la parquedad; tabique nasal prominente y rectilíneo concluye en un armonioso ensanchamiento, dada la estructura ósea del cráneo con pómulos incipientes, evidenciando tendencias al temperamento tormentoso; la adiposidad presente en la papada oculta un cuello previsiblemente grueso y de musculatura fuerte, signando acciones enérgicas”.

Su infancia son recuerdos castellanos de Valladolid donde Tomás se aficiona a la pirotecnia, alarmando a sus mayores. Ya su mirada alejaba a contendores más altos y avezados. Cazador impaciente, capturaba pequeños animales que viviseccionaba rudimentariamente y sepultaba. Sordo a los lamentos, eternizaba la agonía de pájaros y lagartijas con una dedicación que aburría al resto de niños, quienes optaron por continuar sus escapadas al arroyo o la conquista temeraria de arbustos cada vez más elevados.

Cuando su tío el Cardenal –autor de prosa erudita, especializado en derecho eclesiástico– lo recluyó en el seminario, Tomás se esmeraba en dispensar complicados tormentos rituales a ratas, comadrejas, perros y gatos. Práctica que insistió en cultivar aún como dominico, holgado en sus hábitos monacales y su calva ceremonial recién estrenada que acariciaba a modo de ademán adquirido en la reclusión de su celda.

Surcando la treintena, fue nombrado prior del convento de Santa Cruz. Ahora la fauna segoviana, especialmente la sobrepoblación de liebres, se diezmaba bajo el instrumental tortuoso que, ambidiestro, Tomás se había ingeniado. Atrás quedaron los rústicos punzones de madera y las hebras vegetales que sujetaban a sus víctimas en el descampado vallisoletano. El actual prelado disponía   en   sus   aposentos  de  cubículos  concebidos  para  infligir  dolor  –trasponiendo umbrales que lo maravillaban– a insignificantes criaturas desalmadas.

1482 lo sorprende con la buena nueva de ser nombrado Inquisidor Sumario a cargo de revivir el Santo Oficio, tribunal episcopal fundado en el siglo XII por el Papa Lucio III, al que Gregorio IX le otorga jerarquía de órgano pontificio con jurisdicción irrestricta para enderezar, escarmentar, depurar, penalizar, rescatar, conminar, enmendar a los católicos extraviados de la doctrina de la fe y el propósito de devolverlos a la certeza del redil.

Seis años de cerviz inclinada ante los Reyes que desprecia le valen a Tomás de Torquemada el título vitalicio de Gran Inquisidor responsable del Supremo Consejo Soberano del Santo Oficio, merced a una bula papal que delega funciones ejecutivas en la corona española. Eficaz oficiante, el sobrino del jurisconsulto eclesiástico con quien frecuentemente se le confunde, muerto veinte años atrás, se apresura a consolidar una red de tribunales subalternos en la península ibérica, promulgando un inflexible Código de la Institución Inquisitorial que arremete contra las minorías infieles de musulmanes, judíos y marranos –o sefardíes conversos a los que él mismo pertenece– sin descuidar la vigilancia de conductas heréticas de cualquier cristiano practicante. La abstención es una virtud teologal que adúlteros y sodomitas deben observar. Las 27 ordenanzas originales y sus posteriores compilaciones facultan a los inquisidores a emplear la tortura expedita para salvar las almas desorientadas por la confusión de clamores impíos y, esencialmente, mantener incólume el dogma de la Iglesia”.

Fiel a su apellido, en un lustro, Tomás conduce a la hoguera un promedio de tres mil personas, sujetos experimentales de su ciencia adulterada. El instrumental y equipo que Torquemada no llegó a patentar apenas ha sido mejorado por el desarrollo de conceptos recientes como la antropometría, ergonomía y kinesiología, acelerados por el auge de las industrias automotrices, aeronáuticas y militares. Chinos, japoneses, británicos, norteamericanos, germanos, soviéticos, tercermundistas, palestinos e israelíes sofisticaron el diseño de métodos e implementos, adaptándolos a las especificidades de nuevas materias primas (aleaciones quirúrgicas, polímeros, sustancias farmacéuticas que el siglo XV no proveía). La tecnología logró un refinamiento tangible, pero los conceptos iniciales equiparan a Da Vinci con el curioso dominico castizo.

Iberoamérica no se libra de su influencia, inaugurando sucursales en los Obispados de Lima y Ciudad de México. A los 74 años, el investigador del sufrimiento cede su daga a una legión de monjes tutelares que lo relevarán hasta mediados del siglo XIX, momento en que los procesos inquisitoriales se proscriben urbi et orbi. Resguardada en el Vaticano, una voluminosa Biblioteca de Libros Prohibidos rige las lecturas vedadas desde entonces.

Extremando la cronología, el Papa Pío X, en 1908, instituye una alarmante Congregación del Santo Oficio. Hace sólo cuatro décadas, se le suaviza con el eufemismo  Congregación de la Doctrina de la Fe”, deviniendo en brazo laico ultrarradical orientado al proselitismo de forjadores de opinión e individuos que toman decisiones en sus vecindades, centros de estudio, empresas y asociaciones gremiales. Evangelización para cuerpos de élite con organigrama de círculos concéntricos: a cada puntal le reportan 9 correligionarios.

Todo 16 de septiembre –fecha de su sepelio– generaciones sucesivas de torturadores atemorizados por reconocerse en los ojos del paciente”<, confrontan su inclinación natural a cambiar papeles con la víctima y someterse –voluntariamente– al desgarramiento gozoso de padecimientos semejantes.

El 2020, a seis siglos de su natalicio, la célula fundamentalista de los tomasianos del infinito suplicio pronostica la resurrección de la carne y el juicio final para los herejes. Que, según entiendo, somos mayoría.

martes, 28 de octubre de 2014

Relatos del fugitivo: MINARETE



Lo de Martín siempre ha sido el mínimo esfuerzo. Desde niño entendió que no valía la pena pasar trabajo. Cuando no podía librarse de jugar béisbol en el colegio, escogía su posición de outfield, bien lejos allá en el fondo, rogando que la pelota ni se acercara a sus predios. Así se movía lo menos posible y podía dedicarse entonces a la contemplación pasiva de la realidad, que era, con mucho, su deporte favorito.

—Yo soy un espectador—. Se repetía a sí mismo sin demasiada convicción.

Su máxima aspiración era una vida indolora. Rutinaria e indolora. Sin sorpresas ni sobresaltos. Contemplativa. Feliz en la medida de lo posible. Una vida plácida, en tres palabras. Plácido Domingo. Y plácido lunes, plácido martes, plácido miércoles, plácido jueves, plácido viernes, plácido sábado. No en balde, su disc-jockey radial favorito se llamaba Plácido Garrido, con su habitual dejo cansado ronroneando ante el micrófono de los setecientos diez megahertz, en amplitud modulada, de radio capital, transmitiendo desde Caracas, Venezuela, cuna del libertador.

Los genes pesan, filosofaba Martín, ya que su padre pensaba lo mismo, sin duda, aunque nunca se atrevió a admitirlo en voz alta. Una vida marcada por la rutina del 8 a 12 y 2 a 6; el desayuno, almuerzo y cena servidos puntualmente; la breve y reparadora siesta al vaivén de la mecedora en el balcón; la callada afición al circo ruso; las conversas con la gente del barrio, aderezadas por un marroncito bien oscuro en la panadería de la esquina; la sana costumbre de las loterías, para tentar la suerte y asomarse a la vida desde un lugar privilegiado.

Martín hubiera querido ser locutor radial, engolando la voz y ufanándose de los registros más graves de su garganta. Se imaginaba lo que sería ganarse la vida (cómo odiaba esa expresión, por dios, ganarse la vida) perifoneando tonterías a lo largo de un par de horas al día por la radio. Y la gente escuchando. Y los patrocinantes pagando. Ganando plata a costa suya, pero pagándole a él su tarifa que aumentaría escandalosamente año tras año.

De adolescente, cuando la mayoría de sus compañeros de clase y vecinos de su edad vivían exhalando nubes de humo azulado, Martín se negó a iniciarse en el vicio nicotínico para hacer gala de su espíritu de rebeldía. Por pura vaina de llevar la contraria. Total, demasiada gente lo hacía. Sin embargo, no podía sustraerse al encanto de una tipa bien buena que, además, fumara. Ese era un fetichismo secreto que padecía y disfrutaba en silencio.

Había otros hábitos más sustanciosos y explícitos como tomarse su tiempo para comerse la prensa del día, además de su adicción a la cafeína que funcionaba como su gasolina virtual. Y el summum consistía en armonizar ambas aficiones, sin ser interrumpido por nada ni nadie, leyendo la edición dominical del nacional-universal-diario de caracas, durante horas, apoltronado en el "Gran Café" de Sabana Grande. Sus ojos saltaban de las páginas de los periódicos a Manuel-hoy-día, el diligente mesonero sureño que, sin necesidad de mediar palabras, enseguida le traía un nuevo croissant con queso amarillo, otra agua mineral sin gas, un marrón grande claro humeante y espumoso acompañado por un crujiente pastel de manzana. Gracias a sus dadivosas propinas, el mesonero le servía incluso de eficiente guardaespaldas, manteniendo a raya a los múltiples pedigüeños profesionales que pululan en el bulevar: los niños huelepega; la vieja karateca epiléptica; las gemelas ciegas y sus emblemáticos bastones blancos con los que van abriéndose paso; la viejita de la lata de leche klim; el loco Yony con su guitarra. Ninguno logra acercarse a Martín, quien interrumpe su lectura para admirar, de lejos, la fauna variopinta que se pasea exhibiendo su otredad en esa vitrina maloliente que no discrimina a nadie (Martín fantasea asumiéndose como el protagonista de "El perfume", de Suskind, libro de cabecera junto a sus hermanos menores "La paloma" y "El contrabajo").

Liceísta solitario, Martín apenas se mostraba efusivo a la hora de tratar temas muy concretos que respondieran a intereses específicos: algunas películas, ciertas lecturas de filosofía y psicología, intercambiando precisiones con un par de profesores y casi ningún compañero de estudios. El bajo perfil ya lo definía.

Una de sus prioridades era dormir hasta muy tarde en la mañana y podía darse perfectamente ese lujo ya que todo su bachillerato lo hizo en turno vespertino. Para no violentar su preciosa rutina, en la universidad Martín cursaba Periodismo en horario nocturno, siendo prácticamente uno de los más jóvenes entre treintones y cuarentones emperifollados que salían corriendo del trabajo para poder llegar a clases reventados. Del bachillerato, extrañaba la comodidad de usar uniforme, utilísima imposición académica que le evitaba el bochorno de mostrar lo exiguo de su vestuario.

Estudiar periodismo era una ración de su propia vida. Su texto fundamental era la prensa. Se alimentaba de noticias, chismes, hechos, acontecimientos que se sucedían en todas partes. Avanzaba suave, cómodo, sin tropiezos, moviéndose académicamente como pez en el agua.

Iniciando el tercer semestre, Martín consiguió un trabajo medio tiempo (turnos de cuatro horas, seis días a la semana) como operador telefónico que autorizaba transacciones de las tarjetas de crédito. El cargo le venía al pelo, pues podía seguir estudiando, durmiendo a pierna suelta y encima tenía dinero para pagarse alguno que otro gusto y los requerimientos universitarios que, en el caso de sus estudios, incluían una buena cámara fotográfica, materiales y película.

La fotografía fue todo un descubrimiento. Le permitía lograr una objetivación de la realidad, una abstracción, un distanciamiento. Cámara en mano, Martín se dio a la pausada y placentera tarea de ir haciendo un registro fotográfico ("recopilar una memoria virtual", afirmaba su tesis, "de la ciudad y su gente. Un escenario hostil —y cómplice complaciente a la vez— donde interactúan multiplicidad de protagonistas que contrastan o se mimetizan entre sí, desde el subterráneo bullente de pasos apresurados y sudorosos hasta el rascacielos corporativo que nos invade impertinente, intentando sobreponerse a la omnipresencia del Avila").

Durante los siguientes tres años, Martín jamás se desprendió de "la negra", su proverbial Pentax MZ-10, recorriendo Caracas a pie e inmortalizando su  ciudad. Los viejos caserones de El Paraíso. La extensa avenida Victoria con sus espléndidos balcones asimétricos. Los entrañables edificitos que conformaban perfectos cubos geométricos, antes de ser demolidos, en Valle Abajo. El último chaguaramo aún erecto ("amoroso y altivo", como diría Whitman) de Los Chaguaramos, en plena esquina de la calle Codazzi con la avenida Universitaria. La Concha Acústica de Bello Monte y sus conciertos bajo las estrellas. El sórdido cine Acacias con su público anónimo y jadeante. La majestad ultrajada del edificio Galipán en la avenida Miranda. Los autocines convertidos en destempladas ventas de garaje. El soberbio hotel Humboldt, vía teleférico, dominando la urbe desde lo alto del Avila. El Guaire como triste remedo de una pequeña Venecia delirante. Más que bípedo, Martín oficiaba de "bípode" viviente para su Pentax.

Por otro lado, el fotógrafo resplandecía con la exuberante geografía femenina y apuntaba su objetivo, sin remilgos estéticos, a cuanto desnudo se le pusiera por delante. Sus primeros ensayos fueron con las propias compañeras de clase. Una vez habituado a tanta piel, Martín abarcó desde los culos níveos e impolutos de la estatua de Las Tres Gracias en el Paseo de Los Ilustres hasta las tetas en caída libre sobre las grasientas barrigas de las gordas del Club del Baco: la obesa comecandela, la vulva tragahielo, el ano verdulero que deglute y luego arroja zanahorias o calabacines, según la temporada, a los habitués del tugurio enclavado al final de la Casanova. Así se manifestaba, por degeneración espontánea, la afición circense de su padre, pero con tintes ginecológicos.

Como era de esperarse, Martín recibió su licenciatura en comunicación social retirando el título directamente en la Secretaría Académica de la universidad, sin asistir al ritual del acto de graduación ni verse obligado a vestir toga y birrete. Sus padres, su hermana, su tía Maruchi y la infaltable conserje, doña Ramona, celebraron la ocasión con un brindis apresurado, amortizado con tequeños, en la sala-comedor del destartalado apartamento en el viejo barrio cada vez más sitiado por torres de oficinas y centros comerciales.

Pero el añejo edificio sin estacionamiento ni ascensor que se alzaba más arriba del sauce llorón tenía sus encantos y Martín no estaba dispuesto a renunciar a ellos. Primero: ubicación estratégica en las entrañas de su  ciudad. Segundo: a cincuenta pasos largos del Metro. Tercero: jamás faltaba el agua. Cuarto: edificación de cuarenta y pico de años y por lo tanto regulada con un alquiler de cuatro cifras bajas. ¿Qué más se podía pedir?

Y el ahora periodista Martín que, al igual que su padre, jamás se había ganado nada en la vida, tuvo un ataque de sórdida suerte, cuando al fin se murió el viejito-viudo-sin-hijos-ni-familia-conocida del apartamentico construido ilegalmente en la azotea. Así que, dados los entrañables lazos de amistad que la unían a la familia del 23-A, la conserje heredó "por la gracia divina, como Franco, que dios lo tenga en la gloria" las pertenencias del difunto y traspasó el "pent-house" al único universitario del edificio.

Martín disfruta entonces de su propio minarete sobre su  ciudad. Son 64 metros cuadrados techados que se dividen en tres ambientes: sala-comedor-cocina, un baño enorme con bañera y un dormitorio minúsculo sin closet donde no entra una cama matrimonial. Lo demás es una maravilla: 426 m2 de espacio a cielo abierto con 360º de vista más o menos panorámica.

Fracasado en su intento de eludir el éxito, una editorial alemana compró la exclusividad de publicación y exhibición de las series fotográficas de Martín, "Caracas revisitada" (su tesis de grado) y "Caracas expuesta" (desnudos inéditos en blanco y negro).

Mientras espía y fotografía a sus vecinos con sus lentes telescópicos desde su minarete, Martín encarna su sueño de vivir sin trabajar, dados los generosos royalties que genera su obra. Su título universitario engalana una de las paredes del apartamento de sus padres, un par de pisos más abajo.

Martín y Mónica —una vecinita inocua y desempleada que desde siempre se babea por el martincito— matan el tiempo desayunando cerca del mediodía en el café "Vomero" de La Carlota, yendo al cine casi todas las tardes, hurgando en los estantes de las librerías que sobreviven en la vía del Metro, cenando vitel toné los lunes en el "Presidente" de Los Palos Grandes y jugando "scrabble" hasta el amanecer o hasta que las ganas de hacer el amor resultan inaplazables. Hábitos que han compatibilizado a estos amantes.

Sin mucho afán, a petición expresa de la editorial alemana, Martín, con la ayuda de Mónica, prepara dos nuevos libros-exposiciones itinerantes: "Caracas Cabreada", con rostros hostiles de caraqueños sobrepuestos al Avila y "Voyeur", donde los vecinos circundantes de la azotea son sorprendidos en su intimidad protagonizando actividades insospechadas.

—¿La próxima serie? —pregunta por teléfono un periodista anglosajón en castellano irrepetible—.

—Todavía no lo sé, ya veremos... —evade Martín, reprimiendo un antiguo bostezo—.