De qué va este portal

DE QUÉ VA ESTE PORTAL
Va de narrativa webever, sí.
Aunque, por lo pronto,
narrativa escrita
por el personaje principal
(narrador protagonista),
que aún no se asoma en estos textos.
De allí, aquello de "Relatos
del fugitivo".

lunes, 3 de noviembre de 2014

Relatos del fugitivo: FRÍO



De haberlo sabido en los 60, los Báez se habrían vuelto obscenamente ricos, vendiendo ciertos fluidos corporales de los varones de la familia. Timothy Leary —gurú de la psicodelia— reporta en su libro que el tan cotizado ácido lisérgico —LSD— era sustituido en aquella época por sangre y orina de paranoicos y esquizofrénicos que el personal de los hospitales psiquiátricos vendía a precio de oro y que los adictos consumían por vía intravenosa. Era un sucedáneo extremo del peyote, los hongos y otras experiencias alucinógenas y de la misma forma que la anandamida —componente activo de la marihuana— aparece diluida en el chocolate, las endorfinas —hormonas que potencian la sensación de bienestar— no han logrado sintetizarse mediante procesos químicos artificiales. Lo más cercano es el mezcal, pero los delirios que genera resultan incontrolables, con el riesgo de sufrir ataques de pánico recurrentes.



Luis Armando está loco y no es una metáfora. Así como otros sufren depresiones y se suicidan a los cincuenta, su demencia obedece a un desarreglo genético: uno o dos cromosomas díscolos que, de generación en (de)generación, hacen cortocircuito azotando con intermitentes descargas su existencia.



Para él es perfectamente normal ver desequilibrarse a la gente. En su familia ocurre todo el tiempo. Primero fue el abuelo Báez alucinando las 24 horas en voz alta. Después su padre, un abogado prominente que abandona su práctica profesional en pleno auge, para dedicarse a destrozar automóviles, confundiendo permanentemente la luz roja con la verde, la derecha con la izquierda, el acelerador con el freno. Menos mal que las finanzas familiares resistieron. Luego su hermano Iván, un walkirio que es la viva imagen del músico Sting, volvía todas las noches fracturado o bañado en sangre, argumentando golpizas de pandillas, caídas por escaleras interminables o asaltos donde invariablemente él era la víctima. Antes de Iván, Diego, el hermano más joven, no resistió la presión del bachillerato bajo el notorio apellido paterno, con semejante historial de sobresaltos y excesos.



Las mujeres de la familia, al parecer, no portan el germen de la insania. La madre, María Mercedes, es un modelo de equidad a toda prueba. La abuela Lucrecia murió de pura vejez, testigo lúcida entre siglos, aprisionada en un cuerpo solidario donde no cabían más arrugas ni achaques. Amaya, la mayor de los Báez, honra un contrato conyugal a dedicación exclusiva, muy bien casada la niña con el más próspero de sus compañeros de clase, a la sazón, excelente atleta y pésimo estudiante. Sus tres hijas hacen gala de una normalidad promedio, convenientemente apartados de sus tíos y abuelo paterno. La señora de Padrón—Chirinos hace ya mucho tiempo que dejó de usar su propio apellido. A conciencia.



—Recuerda que tú eres el peor enemigo de ti mismo.—despide el psiquiatra, en cada una de sus sesiones, a Luis Armando.



En la oficina, Natacha es la única que se atreve a desafiarlo. "El loco", lo mientan todos a sus espaldas. "Yo—yo, el supremo", satiriza Natacha. Y es que sorprende el potencial cáustico que se desprende de la breve anatomía de esta diseñadora gráfica que no renuncia a batallar cada jornada por "dignificar las condiciones y el ambiente de trabajo".



—Coño, pasamos más tiempo aquí adentro que afuera. Mis perros ya ni me reconocen.



—Niña, este tipo es un negrero. La verdad, mejor me hubiera quedado en Cuba. Fidel, por lo menos, es simpático. Pero este rubiecito es soberana mierda por donde lo mires.



—Y lo peor es que se aprovecha de la necesidad ajena. Aquí es salario mínimo para todo el mundo. No puede pagar menos y ponernos a trabajar más porque las leyes no lo dejan.



—Esto es una cárcel femenina. Saca la cuenta: de 16 empleados, 12 somos mujeres.



—¡Ay, somos sus apóstoles!



—Luis Armando quisiera que fuéramos sus magdalenas, porque este tipo es un degenerado.



—Bueno, mira como tiene engañada a la pendeja de su esposa, tan buena gente que se ve, y él montándole cachos con su hermana...



—¿Con la hermana de la señora Claudia?



—Así mismo, con la cuñadita del coño, con la coñadita. ¿Tú no te has fijado como la sinvergüenza esa viene por las tardes y se encierran en la oficina? El señor Luis ordena que no le pasen llamadas y al rato sale ella arreglándose el cabello y con la ropa arrugada.



—Dicen que ella fue novia del loco antes que la señora Claudia. Y ninguna de las dos hermanas es fea. Y la familia hasta tiene plata.



—Mira que acostarse con este loco asqueroso tan desagradable y baboso, que nada más mirarte una siente que te desnuda y te morbosea con esos ojos puyúos. ¡Ay, no, me dan ganas de vomitar, qué asco!



—Oye, volviendo a lo de la cárcel, yo estaba pensando que esto es... ¡un retén, un asilo, un correcional! ¿Te acuerdas de la serie de televisión aquella, Patrulla de Ratas?



—¡Más rata serás tú, mijita!



Durante un instante, mientras se ríen, rompen con la resignación y el miedo imperantes, recobrando sus encantos. Hasta que escuchan esa conocida y odiosa voz aflautada, irritante, cargada de maledicencia contenida, que va ganando en decibeles y sobresaturación de agudos.



—Cuando el gato sale, las ratonas hacen fiesta.—Esta es una de las frases favoritas del léxico empresarial de Luis Armando —Niñas, el recreo terminó hace tiempo. Vamos, pónganse a ganar dinero.



—A ganar dinero para que tú sigas comprándote apartamentos, haciendo negocios sucios y explotándonos.



—¿Qué susurras, Natachita?



—Que nuestro esfuerzo será recompensado, amo, ahorita en diciembre, con las generosas utilidades y bonos con que usted acostumbra obsequiarnos.



—¿Ves? Esa es la actitud, ese es el espíritu, Natacha. Al fin estás creciendo. Al fin estás madurando y haciéndote mujer. Si todas siguen así yo podría considerar repartir el uno por ciento de las ganancias netas de la empresa entre todas ustedes. ¿Ah!



El accionista único de Murales Báez & Asociados se marcha sin esperar respuesta. Sube hacia su oficina en la planta alta desde donde domina todo el galpón con una mirada en derredor.



—¡Gracias, señor Luis, por su infinita misericordia! —lidera Natacha en murmuración eclesiástica.



—¡Bendícelo, señor! —se escucha el coro femenino en tono responsorial.



—Gracias, señor Luis, por su bondad y sabiduría.



—Bendícelo, señor.



—Y líbranos del mal...



—Amén.



—Líbranos, señor, de todos los Luises, pasados, presentes y futuros, como fue en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos...



—Amén.



—Podéis ir en paz...



—¡Demos gracias al reloj!



La cultura corporativa Báez contempla: recesos de diez minutos cada hora para usar el teléfono público del pasillo externo, beber agua e ir al baño; jornada laboral de 44 horas semanales hasta el sábado al mediodía y firmar una carta de renuncia voluntaria, con la fecha en blanco, al momento de ser contratado.



—Todo está a la venta. —presume Luis Armando refiriéndose a los concejales que tiene en nómina secreta para obtener la permisología de las vallas que invaden la ciudad.



—Murales Báez forman parte del paisaje caraqueño. Nuestras vallas son como la Billo's, el hotel Avila, la plaza Altamira, el Sambil, el teleférico, íconos que se imponen y permanecen en la memoria visual del consumidor.



—¡Voy a empapelar el país con mis gigantografías! ¡Voy a inmortalizar mi nombre en la historia publicitaria de Venezuela!



Báez tiene brotes de ingenio que, sazonados por su gélido sentido de los negocios, justifican su bonanza: Luis Art, como firma sus cuadros de gran formato salpicados de tonos rojos, amarillos, verdes y gruesos trazos negros, instaló el sistema de vallas del Metro y se inventó los carteles móviles: larguísimos camiones que recorren lentamente la ciudad, a las horas pico, con publicidad adosada en todas partes. Si una de estas gandolas atropellara a un transeúnte, éste alcanzaría a identificar algún logotipo impreso en la parte inferior del vehículo, antes de sucumbir aplastado. Otro chiste incunable del repertorio de ventas baeziano.



La cubana y Natacha hacen apuestas por ver quién de las dos desarrolla la mayor capacidad de desestabilizar a su patrón. Juegan a la crisis, a la dilación, al divide y vencerás, al no te vas a enterar qué te golpeó. Total, a lo largo de la civilización occidental, Maquiavelo siempre ha tenido antecesores y adeptos consumados. La cubana le agrega pequeñas dosis de diurético y laxante combinados al café negro sin azúcar que Luis Armando toma a borbotones. Natacha lo llama desde el celular al teléfono directo y cuelga en el último segundo, haciéndolo rabiar hasta la espuma. La cubana, mientras limpia, le cambia las cosas de lugar en su escritorio, botándole papeles que lucen importantes. Natacha le anota citas falsas en su agenda y le borra poco a poco los archivos del disco duro. La cubana le saca el aire de sus cauchos y mantiene en el congelador de su casa, cabeza abajo, una foto carnet de Báez cuando todavía no se le caía el cabello.



Su modelo gerencial consiste en presionar a todos —familiares, relacionados, clientes, empleados, proveedores y amigos— hasta que revienten. ¿La metodología? ¡Insultos, chantajes, gritos, vejaciones, amenazas, descalificaciones, hostigamiento! Violencia virtual, ya que la física lo paraliza de miedo. El contacto cuerpo a cuerpo está limitado al sexo, como otra práctica de dominación, para demostrar supremacía. Porque todo el mundo, siempre, quiere joderlo. Sacar ventaja. Aprovecharse. Y él no va a permitirlo, que ya hubo bastante de eso en el colegio. El vigila atento, preparado, en guardia. Siempre listo, como en los scouts de donde lo botaron por agredir a los más pequeños, por su crueldad con los animales y su competitividad extrema, por el manejo de realidades paralelas que nadie más percibía.



Luis Armando se mantiene a la defensiva. Es agotador, pero no hay otra forma. Resulta estresante y se vive al borde, pero hay que imponerse y dominar. Subyugar. Mentir. Falsear. Someter. Avasallar. A todos. Siempre. En tensión constante. En alerta permanente. Sobresaltado. Con taquicardia. Con esa incomodidad que no te deja. Con esa insatisfacción que te acompaña. Con ese zumbido que te aúlla en los oídos. Con la visión que se te ennegrece. Con la cara da animal salvaje que desfigura tus facciones. Con la mandíbula que se te contrae y luego proyectas hacia adelante. Con el dolor de cabeza que te presiona las sienes y te exprime las lágrimas. Con esas ganas de joder a quien se te atraviese por delante. Con esa necesidad que no entiendes de contrariar a la gente. Con ese mal humor que te asalta. Con esa compulsión que te ordena estropearle la vida a cualquiera. Y es que te sientes tan sólo y tan pequeño. Tan vulnerable. Tan desa(r)mado. Tan miserable. Y tienes tanto, pero tanto miedo de terminar como tu abuelo, tus hermanos o tu padre. Temes que ni los medicamentos ni los doctores puedan rescatarte.



—Las mujeres son más fáciles de someter. Están acostumbradas a seguir órdenes. Mejor si no demuestran iniciativa, aunque a veces haga falta. Son un rebaño de cagonas. Les pagas sueldo mínimo, las regañas un día, las descalificas el otro. Les dices que hoy se ven bien bonitas. Les adviertes que no vuelvan a vestirse así mañana. Les regalas una pendejada en diciembre. Les prometes bonos para fin de año. Las felicitas el día de la madre y les das libre el día de la secretaria. Y ellas sonríen y te agradecen y se callan. Menos Ratacha.



Los contados hombres que laboran para Báez son los estrictamente indispensables: el vigilante y los tres obreros que operan las máquinas.



—Este equipo cuesta una bola y no está asegurado, así que cuidado con una vaina. Si lo rompen lo pagan.



Hace tres años, un empleado casi lo mata a golpe limpio. Tuvo que intervenir Goretti, su mano derecha a tiempo completo, quien no tiene a nadie que la espere en casa. Luis alimenta su predisposición policíaca y ella le rinde, al final del día, informes detallados de las ausencias, impuntualidades y devaneos del personal. Un mediodía, la cubana descubrió a la esbirro revisando las pertenencias de los empleados. El dedo índice derecho de la lusitana aún no se recupera de la trampa caza-ratones que Natacha colocó en una de sus gavetas, alertada por el pitazo de su camarada.



Después de las últimas elecciones, con el cambio intempestivo de los miembros de la cámara municipal, fueron desmantelando una a una las vallas ilegales de Murales Báez, alcaldía tras alcaldía, a lo largo de la ciudad. Como un virus, la maldición se propagó por todo el territorio nacional.



Los anunciantes y sus respectivas agencias de publicidad, respaldados por las organizaciones gremiales Fevap y Anda, entablaron demandas por incumplimiento de contrato, con medidas precautelares de prohibición de enajenación de bienes y posible embargo.



Para evadir las acciones legales, en medio de uno de los ataques de ira más escandalosos e incontrolables de su vida, Báez se declara en quiebra y Natacha se lleva su computadora en lugar de sus prestaciones.



Las sofisticadas impresoras, rotuladoras, plastificadoras, pegadoras por ultrasonido y guillotinas industriales de Murales Báez se desvanecen sin dejar rastros. Goretti las custodia en otro galpón subarrendado por Luis Armando.



Natacha diseña páginas web desde su casa, experta ahora en html, dreamweaver, flashpoint y demás hierbas internetianas. Sus perros reposan a su lado con esa espontánea dignidad reconfortante.



La Cubana trabaja de conserje en un suntuoso edificio de Alto Prado. "La jodienda se diluye cuando son muchos los que joden y yo me siento como la dirigente de un comité de barrio allá en La Habana".



Como sobrevivientes de un campo de concentración, el par de amigas no han perdido el contacto. Van al cine semanalmente y se telefonean a diario.



Cuando Natacha se va a Los Roques, Francisca —la cubana— se lleva los perros a su casa. Hölderlin  y Verdi la asumen cual madre tutelar.



La cubana sigue manteniendo en el congelador la foto de Luis Armando. Nunca se sabe. Cabeza abajo.

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